Carl Sandburg -Skyscraper- |
martes, 26 de agosto de 2003 |
Skyscraper Carl Sandburg (EEUU, 1878-1967)
By day the skyscraper looms in the smoke and sun and has a soul. Prairie and valley, streets of the city, pour people into it and they mingle among its twenty floors and are poured out again back to the streets, prairies and valleys. It is the men and women, boys and girls so poured in and out all day that give the building a soul of dreams and droughts and memories. (Dumped in the sea or fixed in a desert, who would care for the building or speak its name or ask a policeman the way to it?)
Elevators slide on their cables and tubes catch letters and parcels and iron pipes carry gas and water in and sewage out. Wires climb with secrets, carry light and carry words, and tell terrors and profits and loves-curses of men grappling plans of business and questions of women in plots of love.
Hour by hour the caissons reach down to the rack of the earth and hold the building to a turning planet. Hour by hour the girders play as ribs and reach out and hold together the stone walls and floors. Hour by hour the hand of the mason and the stuff of the mortar clinch the pieces and parts to the shape an architect voted. Hour by hour the sun and the rain, the air and the rust, and the press of time running into centuries, play on the building inside and out and use it. Men who sunk the pilings and mixed the mortar are laid in graves where the wind whistles a wild song without words And so are men who strung the wires and fixed the pipes and tubes and those who saw it rise floor by floor. Souls of them all are here, even the hod carrier begging at back doors hundreds of miles away and the bricklayer who went to state’s prison for shooting another man while drunk. (One man fell from a girder and broke his neck at the end of a straight plunge—he is here—his soul has gone into the stones of the building.)
On the office doors from tier to tier—hundreds of names and each name standing for a face written across with a dead child, a passionate lover, a driving ambition for a million dollar business or a lobster’s ease of life.
Behind the signs on the doors they work and the walls tell nothing from room to room. Ten-dollar-a-week stenographers take letters from corporation officers, lawyers, efficiency engineers, and tans of letters go bundled from the building to all ends of the earth. Smiles and tears of each office girl go into the soul of the building just the same as the master-men who rule the building. Hands of clocks turn to noon hours and each floor empties its men and women who go away and eat and come back to work. Toward the end of the afternoon all work slackens and all jobs go slower as the people feel day closing on them. One by one the floors are emptied... The uniformed elevator men are gone. Pails clang... Scrubbers work, talking in foreign tongues. Broom and water and mop clean from the floors human dust and spit, and machine grime of the day. Spelled in electric fire on the roof are words telling miles of houses and people where to buy a thing for money. The sign speaks till midnight.
Darkness on the hallways. Voices echo. Silence holds... Watchmen walk slow from floor to floor and try the doors. Revolvers bulge from their hip pockets... Steel safes stand in corners. Money is stacked in them. A young watchman leans at a window and sees the lights of barges butting their way across a harbor, nets of red and white lanterns in a railroad yard, and a span of glooms splashed with lines of white and blurs of crosses and clusters over the sleeping city. By night the skyscraper looms in the smoke and the stars and has a soul.
Rascacielos
De día, el rascacielos descuella entre el humo y el sol y tiene alma. Praderas y valles, las calles de la ciudad, a ellas vierte gente que se mezcla en sus veinte plantas y de nuevo se ven vertidos a las calles, praderas y valles. Son los hombres y mujeres, chicos y chicas así vertidos y revertidos a lo largo del día, los que dan al edificio el alma de los sueños y pensamientos y recuerdos. (Arrojado al mar o clavado en la calle, ¿a quién importaría el edificio, quién pronunciaría su nombre o preguntaría a un policía cómo llegar a él?)
Se deslizan los ascensores colgados de sus cables y los tubos despachan cartas y paquetes y las tuberías de hierro portan gas y agua y desechos. Trepan los cables con secretos, transportan la luz y transportan las palabras, hablan de terrores y provechos y amores, maldición de los hombres embebidos en sus planes de negocios, las preguntas de las mujeres en sus tramas de amor.
Hora tras hora los cajones hidráulicos alcanzan el lecho rocoso de la tierra y sujetan el edificio al girar del planeta. Hora tras hora las vigas hacen de costillares y se tensan y sostienen y amalgaman las paredes y suelos de piedra. Hora tras hora la mano del albañil y la masa del mortero dan forma a cada parte de acuerdo con el deseo promulgado por el arquitecto. Hora tras hora el sol y la lluvia, el aire y la herrumbre, el apremio del tiempo que se precipita a los siglos, juegan con el edificio por dentro y por fuera y lo aprovechan. Los hombres que enterraron los cimientos y mezclaron el mortero yacen en tumbas donde silba el viento una canción salvaje y sin letra. Y lo mismo los hombres que tendieron los cables y colocaron las tuberías, y los que lo vieron crecer planta a planta. Las almas de todos ellos están aquí, incluida la del peón de albañil que pedía por las puertas, a miles de millas de distancia, y la del propio albañil que fue a la cárcel del estado por disparar contra un hombre cuando estaba borracho. (Un hombre cayó de una viga y se partió la crisma al final de su caída — aquí está—, y su alma ha quedado en las piedras del edificio.)
En las puertas de las oficinas, en cada pasillo, cientos de nombres, y cada nombre representa una cara tachada con un niño muerto, un amante apasionado, una ambición por un negocio de un millón de dólares, la vida plácida de una langosta.
Tras los rótulos de las puertas trabajan, y nada dicen las paredes de una sala a otra. Taquimecanógrafas a diez dólares la semana redactan las cartas de los abogados de empresa, de los ingenieros y administrativos, y son toneladas las cartas que salen en paquetes del edificio rumbo a todos los confines de la tierra. Sonrisas y lágrimas de las oficinistas entran en el alma del edificio, igual que las de los dueños que rigen sus destinos. Las manecillas del reloj hacen de las doce otra hora y cada planta se vacía, hombres y mujeres que se marchan y almuerzan y vuelven al trabajo. Al final de la tarde, todo el trabajo afloja el ritmo, todo va más despacio cuando cada cual siente que se cierra el día. Una a una se vacían las plantas... Se van los ascensoristas de uniforme. Se oye entrechocar los cubos... Trabajan las limpiadoras, hablan en lenguas extranjeras. Escoba y agua y fregona que limpian de los suelos el polvo y la saliva humana, la mugre de la máquina diurna. Deletreadas en fuego eléctrico, sobre el tejado, palabras que proclaman en millas a la redonda dónde comprar algo a buen precio. El cartel no deja de hablar hasta pasada la media noche.-
Oscuridad en los pasillos y vestíbulos. Eco de las voces. El silencio... Los vigilantes rondan despacio de planta en planta, prueban las puertas. Abultan las pistolas sus bolsillos... Cajas fuertes en las esquinas. El dinero a buen recaudo. Un joven vigilante se asoma a una ventana y ve las luces de las barcazas que se abren paso en la bahía, redes de faroles rojos y blancos en el depósito del ferrocarril, un espectro de tinieblaspolvo y la saliva salpicado de líneas blancas y manchas de cruces y racimos de viviendas en la ciudad durmiente. De noche, el rascacielos descuella entre el humo y las estrellas y tiene alma.
Versión de Miguel Martínez-LageEtiquetas: Carl Sandburg |
posted by Torre @ 10:34 |
|
|