Derek Walcott -Omeros- Book I. Chapter I- |
sábado, 26 de abril de 2003 |
Omeros Derek Walcott ( Antillas, 1930- )
Book I. Chapter I
“This is how, one sunrise, we cut down them canoes.” Philoctete smiles for the tourists, who try taking his soul with their cameras. “Once wind bring the news
to the laurier-cannelles, their leaves start shaking the minute the axe of sunlight hit the cedars, because they could see the axes in our own eyes.
Wind lift the ferns. They sound like the sea that feed us fishermen all our life, and the ferns nodded ‘Yes, the trees have to die.’ So, fists jam in our jacket,
cause the heights was cold and our breath making feathers like the mist, we pass the rum. When it came back, it give us the spirit to turn into murderers.
I lift up the axe and pray for strength in my hands to wound the first cedar. flew was filling my eyes, but I fire one more white rum. Then we advance.”
For some extra silver, under a sea-almond, he shows them a scar made by a rusted anchor, rolling one trouser-leg up with the rising moan
of a conch. It has puckered like the corolla of a sea-urchin. He does not explain its cure. “It have some things” — he smiles — “worth more than a dollar.”
He has left it to a garrulous waterfall to pour out his secret down La Sorcière, since the tall laurels fell, for the ground-dove’s mating call
to pass on its note to the blue, tacit mountains whose talkative brooks, carrying it to the sea, turn into idle pools where the clear minnows shoot
and an egret stalks the reeds with one rusted cry as it stabs and stabs the mud with one lifting foot. Then silence is sawn in half by a dragonfly
as eels sign their names along the clear bottom-sand, when the sunrise brightens the river’s memory and waves of huge ferns are nodding to the sea’s sound.
Although smoke forgets the earth from which it ascends, and nettles guard the holes where the laurels were killed, an iguana hears the axes, clouding each lens
over its lost name, when the hunched island was called “Iounalao,” “Where the iguana is found.” But, taking its own time, the iguana will scale
the rigging of vines in a year, its dewlap fanned, its elbows akimbo, its deliberate tail moving with the island. The slit pods of its eyes
ripened in a pause that lasted for centuries that rose with the Aruacs’ smoke till a new race unknown to the lizard stood measuring the trees.
These were their pillars that fell, leaving a blue space for a single God where the old gods stood before. The first god was a gommier. The generator
began with a whine, and a shark, with sidewise jaw, sent the chips flying like mackerel over water into trembling weeds. Now they cut off the saw,
still hot and shaking, to examine the wound it had made. They scraped off its gangrenous moss, then ripped the wound clear of the net of vines that still bound it
to this earth, and nodded. The generator whipped back to its work, and the chips flew much faster as the shark’s teeth gnawed evenly. They covered their eyes
from the splintering nest. Now, over the pastures of bananas, the island lifted its horns. Sunrise trickled down its valleys, blood splashed on the cedars,
and the grove flooded with the light of sacrifice. A gommier was cracking. Its leaves an enormous tarpaulin with the ridgepole gone. The creaking sound
made the fishermen leap back as the angling mast leant slowly towards the troughs of ferns; then the ground shuddered under the feet in waves, then the waves passed.
Omeros
Libro I. Capítulo I
I“Así es como al amanecer, cortamos las canoas”. Filoctetes sonríe a los turistas que tratan de arrebatarle el alma con sus cámaras. "Una vez que el viento trae las nuevas
a los laurier-canelles, sus hojas comienzan a temblar el minuto en que el hacha de los rayos del sol golpea los cedros, porque podían ver las hachas en nuestros ojos.
El viento levantaba los helechos. Suenan como el mar que nos alimenta, pescadores de toda la vida, y los helechos asentían : 'Sí, los árboles tienen que morir'. Así, con los puños cerrados en nuestra chaqueta,
porque en las alturas hacía frío y nuestro aliento fabricaba plumas como la bruma, pasábamos la ronda del ron. Cuando volvía, nos daba ánimo para convertirnos en asesinos.
Levanto el hacha y ruego tener la fuerza en mis manos para herir el primer cedro. El rocío llenaba mis ojos, pero disparo otro ron blanco. Entonces avanzamos".
Por algo extra de plata, bajo un mar almendrado, les muestra una cicatriz hecha por una ancla oxidada, subiéndose una pierna del pantalón con el quejido ascendente
de una concha. Se ha plegado como la corola de un erizo marino. No explica su curación. "Tengo algunas cosas -sonríe- que valen más de un dólar".
Ha dejado a una catarata locuaz verter su secreto hasta La Sorcière, ya que cayeron los altos laureles, para que el canto nupcial de las palomas de tierra
pasen su nota a las azules, tácitas montañas cuyos habladores arroyos, llevándolo al mar, se conviertan en ociosas lagunas donde saltan las claras carpas
y un airón acecha su presa entre las cañas con un grito herrumboso al apuñalar y apuñalar el lodo con una pata levantada. Entonces el silencio es aserrado por una libélula
mientras las anguilas firman sus nombres a lo largo de la clara arena del fondo, cuando el sol naciente ilumina la memoria del río y olas de enormes helechos mueven sus cabezas asintiendo al sonido del mar.
Aunque el humo olvida la tierra de la que asciende, y las ortigas custodian los hoyos donde fueron asesinados los laureles, una iguana oye las hachas, nublando cada lente
sobre su nombre perdido, cuando la jorobada isla era llamada "Iounalao", "Donde se encuentra la iguana". Pero, tomado su tiempo, la iguana escalará
la jarcia de las enredaderas en un año, su papada extendida como abanico, sus codos en jarra, su cola deliberada moviéndose con la isla. Las vainas partidas de sus ojos
maduradas en una pausa que duró siglos, que se elevó con el humo de los Aruac hasta que una nueva raza desconocida por el lagarto se alzó midiendo los árboles.
Estos fueron sus pilares que cayeron, dejando un espacio azul para un solo Dios donde habían estado antes los antiguos dioses. El primer dios era un gommier. El generador
comenzó con un gemido, y un tiburón, con mandíbula lateral, hizo volar los trozos como las macarelas sobre el agua entre las trémulas malezas. Ahora detuvieron la sierra,
todavía caliente y trémula, para examinar la herida que había hecho. Removieron raspando su musgo gangrenoso, luego rasgaron la herida despejándola de la red de lianas que todavía la ataba
a esta tierra, y asintieron. El generador como un látigo volvió a ejecutar su función, y los trozos volaron mucho más rápido que el mordisqueo de los dientes del tiburón. Cubríanse los ojos
del nido de astillas que saltaban. Ahora, sobre las pasturas de bananas, la isla alzaba sus cuernos. El sol naciente caía en gotas en sus valles, la sangre salpicada en los cedros,
y la arboleda inundada con la luz del sacrificio. Un gommier crujía. Sus hojas un enorme encerado sin el caballete. El crujiente sonido
hizo saltar atrás a los pescadores cuando el mástil pescador se inclinó lentamente hacia la hondonada de helechos ; luego el suelo se sacudió bajo los pies en ondas, después las ondas pasaron.Etiquetas: Derek Walcott |
posted by Torre @ 7:35 |
|
|